Que un profesional del mundo del arte con el prestigio de Miquel Molins, profesor de Historia del Arte en la Universitat Autònoma de Barcelona, y antiguo director del MACBA (actualmente, museo bajo coma inducido) constate una de tus tesis, establece una paradoja.

Si bien es cierto que, en una reunión que tuvimos recientemente, al hablar de conflicto en las instituciones artísticas y culturales el señor Molins defendía que, siendo él parte de esa institución en el contexto de Barcelona, resultaba cuestionable la aparición y posible establecimiento de una serie de consensos que podían hacer peligrar la pluralidad en los espacios expositivos, ya no solo en Barcelona, sino en todo Occidente, también es verdad que, al corroborar mi visión sobre el asunto, la respuesta de Molins  me forzaba a andar con pies de plomo, no porque el tema que estoy tratando sea delicado, que lo es, sino por haber conseguido frenar con relativa facilidad el desarrollo de mi tesis.

Ese freno viene dado por una afirmación suya, en la que decía que generar espacios de conflicto entendidos como herramienta metodológica conllevaba una serie de renuncias que, por la interpretación de sus palabras, no podía ser menos que un plan a largo plazo. Una negociación ardua y duradera con los agentes implicados ya no solo en la producción artística, sino en la gestión de sus espacios de visibilización, lo cuál si diera resultado, solo favorecería a la propia institución arte, tan capaz como siempre lo ha sido de acoger la discrepancia y convertirla en la última tendencia por la que pujar en los mercados.

Molins pone como ejemplo a Duchamp, como crítico convertido en hijo pródigo.

Sin ningún ánimo de compararme con Duchamp, como consuelo me queda saber que yo soy un pésimo jugador de ajedrez.